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EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LOS PRINCIPIANTES

Noches horribles, tangos arruinados por el sudor y el apuro, clones de colonia que en contacto con el miedo comienzan a despedir extraños olores, pasos practicados concienzudamente en horas y horas de soledad con tangos prestados e inadecuados y la ayuda de enseres domésticos que no se pueden reproducir en la ronda porque un objeto inanimado no no juega ni se comunica como el otro,  desplazamientos laterales que terminan en empujón, codazo y puntazo al tobillo,  soberbia, estilo y alicientes que se van al garete al entrar a bailar a la ronda con solo un mes de clases y la compra del primer cromo.  Todos los elementos de una pesadilla recurrente que cualquier principiante experimenta una vez en la vida y que marcara su entrada al vértigo milonguero o un tachón en su empujon de una palabra amable dicha por los viejos milongueros. Pero hay quien ejerció ese menester de manera profesional,   un ciudadano desinteresado que era capaz  de amortiguar con su sabiduría la precipitación y el apuro del novicio. Un ser excepcional perteneciente  a una estirpe que se perdía en aquellas noches primigenias.

 Hablamos del  hombre que susurraban a los principiantes.
 Era uno de esos tipos de señas particulares extrínsecas e incluso adquiridas en tiendas de segunda mano u ofertas irrechazables. Sombrero en mano, gafas de lentes amarillas con una cadena de eslabones rompibles, pulsera energética y collar identificatorio, camisa en raya oblicua de colores vivos, zapato blanco y pantalón marrón - o viceversa - una bolsa de zapatos en cada hombro que sacaba como estoques luego de probar la pista, hirsuto desplazado a nariz y orejas,  ni mas alto ni mas bajo que si mismo. Siempre al margen de la ronda soportando el peso de las equivocaciones y atrayendo con su apariencia grotesca el comentario malintencionado y aguardentoso que debería haber sido dirigido a  los pies tiernos por parte de esos semovientes de corazón y planta encallecidos, esos que hastiados de bailar encuentran mas placer en la critica, el codazo y el postureo. Pero detrás de esa apariencia banal, de esa carga cosmética adquirida en el chino del barrio se ocultaba un ser de  poder que se manifestaba siempre en las inmediaciones, lejos del centro concurrido de la murmuración y el templo de los bailarines más granados. En esas adyacencias mas cercanas a los baños que a la barra, territorio de la amistad pero también del comentario cruento era donde se sentía en la cúspide de su potencial y tarde o temprano iban los novicios luego de salir huyendo de pista y tanda como una gallina escapada de un incendio. Y allí en la penumbra el hombre se calzaba el sombrero, se bajaba las gafas y acompañando al pie tierno con una palmada leve le susurraba un cántico de saber arcano en unas palabras imposibles de identificar y que producían un instantáneo alivio en el muchacho o la muchacha  que aceptaba sus limitaciones y el reto de transitar un camino apenas entrevisto. Entonces comenzaban a degustar el tango y a ver la riqueza de aquello a lo que podrían haber renunciado por su frustracion. Y eso los hacia mejores.
 Y una vez que el hombre que susurraba a los principiantes cumplía con su cometido se daba el gusto de bailar una tanda, una sola tanda   con la misma parsimonia del que toma un vermut al sol y ve como de a poco el cielo se va punteando con alto cúmulos amenazadores, pero no puede dejar de saborear el limón, aun cuando el viento comienza a hacer volar algunas sombrillas y gruesos goterones caen a plomo sobre la chapa de la mesa. Se iba regodeando en el tango, con elegancia y lentitud y parecía a ojos del observador que no terminaba nunca de izarse a la música. Entonces, como quien sube a ultimo momento al tren que se marcha, el cerebro y las piernas del hombre que susurraba a los principiantes se sumergía en una velocidad llena de pausas y sin adornos - odiaba ser manierista y sospecho que hubiera desdeñado este articulo - y llegaba en perfecta sincronía a cerrar el Pugliese. Y al verlo acompañar a la pareja a su sitio, ya se hacían menos ridículas sus señas particulares extrínsecas y uno tenia la percepción de que aquel tipo podía perfectamente haber estado en las primeras milongas y estaría en las ultimas, porque era algo mas y algo menos que un inmortal. Pero ese instante, esa percepción y las misteriosas palabras del hombre se desvanecían enseguida y la ronda volvía a la normalidad con su variopinta corte de bailarines buenos,  hacedores de pasos, repetidores de secuencias y gentes que vivían en su propio mundo particular casi sin cruzarse con otros universos tangueros. Y mientras todos parecían disfrutar en sus acciones, unos bailando y otros criticando, el hombre que susurraba a los principiantes se ajustaba sus bolsas a los hombros y cruzaba la puerta de la milonga y se perdía en la noche.
Dicen que había sido un novicio maltratado por falsos profesores abusivos o que era el fantasma de un milonguero que buscaba expiar sus culpas y soberbia ayudando a quienes había desdeñado. Quizá no era mas que uno más, pero que recordaba una horrible noche de milonga en que estuvo a punto de colgar los zapatos, sin haberlos calzado.
Hoy en día, cuando la simpleza es despreciada y el artificio más buscado que la magia convendria tener a un hombre que nos susurre unas palabras misteriosas a novicios, a intermedios y a encallecidos, tal y como susurraba el esclavo en la antigua Roma a los que volvían de una campaña victoriosa: "Recuerda que eres mortal".

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