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LA BATALLA DE "EL ORIENTAL"

El rastrojero atravesó los tiempos, los espacios y las milongas y también un murete con cascaras de sandías obra del artista plástico Roman Ricciardi, primera parte de una ambiciosa villa medieval que habrá de elaborarse solo con cucurbitaceas y que ya erigía sus insectos a la penumbra de la pampa, desdibujando el trazo rectilíneo desde donde tantas veces vimos avanzar al indio.
Pero ahora, a nuestros ojos el descampado donde todos los viernes
desfogamos nuestras ansias milongueras declamando de viva voz desde la mesa de mantel impoluto( a primera hora, ya promediando se notan rastros de banquete, algun chorreton de vino, salpicaduras de limón, algún trozo descartado de milanesa, un hilo choricero que a modo de quipu contabiliza las rondas de cerveza y a quien corresponden) se presentaba ajeno, ligeramente indefinido, extraño.
Para empezar en la parrilla donde el uruguayo Pococho acostumbraba extender kilos de chorizo había un señor con un delantal de gabi, fofo, miliki y milikito, asando berengenas, morrones y cebollas. La humareda, mal hecha, ofendía a los cielos con un regusto agrio, sin duda originado por papel y kerosen, innoble material que disgusta a cualquier parrillero de linaje.
En la pista, alguien había empapelado el poste de la luz que sirve de árbol navideño  sobre el que giran los novatos, esquivando a los borrachos, con avisos y carteles en los que se ofrecían y pedían trabajos y servicios.
Y si  esa intromisión de la vida real en la idílica existencia de la milonga era agresiva, peor fue ver a toda un grupusculo de copetudos, totalmente ajenos a las  clases que imparte el pergaminense Requete, ahora descoyuntandose en imposibles movimientos de espúreos bailes de salón, sin poder cerrar jamás a tiempo.
Algunos novatos de Requete ensayaban monerías a un costado, perdidos, como siempre.
En la pista otros sanguangos bailaban sin ton ni son, ataviados con borceguies de charol saludando a algunas personas que consumian canapés en las mesas al costado de velones decorados y pebeteros en los que se quemaba un incienso new age, desplazando al saludable olor a pasto cortado. A un costado, la nave espacial Carlos Gardel 45, convertida por Evelio Rigazzoni en chatarra artística y que servía para colgar las ristras de chorizo con el que se saciaban los entusiastas hacia las cuatro de la madrugada estaba llena de libros de Bucay y fotocopias de "El secreto", como un altar de referencia para el mal gusto.
Ante esta desidia buscamos con la vista a Riquelme, el dueño del "Oriental" y entonces verificamos que no estaba. Según un paisano de esos que nunca faltan se había ido a en un retiro espiritual con los gastos pagados por dos meses, dejando a cargo de todo a un tal Publio B Oveja.
Aquello nos hizo sospechar. Riquelme Jamás abandona la milonga. Vive en una casucha con paredes de madera, de cara a las vías de ferrocarril, que ejerce sobre sus sueños una influencia  pacificadora.
Desplazandonos en comité hacia su hogar no percibimos nada extraño. Hasta que la aguda vista del indio visualizo bajo la cama unos pies que se mecían inquietos.
Todos a una la emprendimos contra la puerta para encontrar al pobre hombre maniatado y olvidado bajo la cama.
-Hijos de la gran flauta!, han sido aquellos mugrientos de la "compañia de la virtud" - dijo Riquelme todo enrojecido por la ira. - Les di permiso para una clase de bailes de salón y ahora me han secuestrado. me obligan  a escuchar audiolibros de Coelho y a comer sushi de algas.
Estaba arrebatado.
 Si amigos, aquella caterva de indignos  que tantos inconvenientes nos había ocasionado en el pasado y que estuvo a punto de precipitar a la ruina total a nuestro planeta exponiéndonos a las iras Hercolobusianas con productos Disney. se había enseñoreado de esta tierra sagrada, modificando a su arbitrio las costumbres de los milongueros y transformandolo en un sitio doméstico e insulso. No solo habían ahuyentado a los bailarines primigenios, sino que casi hipnotizando al común de la concurrencia le habían modificado los gustos.

Y nosotros, que habíamos recorrido tantas milongas al ver aquello sentimos la ira santa del desposeído. Romulo, con la mirada perdida sintió crecer un furor cuchulainesco y con los ojos tintos en sangre comenzó a musitar para acabar a los gritos el grito de batalla que nos permitió volver con vida del "TORNEO INTERGALACTICO DE TRUCO": MATAMBRITO, MATAMBRITO!
Pococho se adueño de la parrilla disponiendo tres chorizos que llevaba. El aroma se extendió entonces hacia la pista alcanzando a los novatos que, como despertando de su ensimismamiento vieron la ridiculez en la que se habían sumergido. Romulo apartó de un gorrazo a quien ejercía de pinchadiscos y haciéndose con una selección de Firpo tomo el mando de la música. El indio y Piton arrasaron con el decorado con la lanza y la ristra seca de chorizos y yo mismo me puse a musitar versos de Carriego -  pues con el nerviosismo no me salían palabras propias -  a la vez que libraba el poste de aquellos papeluchos indecentes. Riquelme en tanto la emprendía a librazos contra un pelotón de conjurados apuntando con aquella sarta de tonterías a la cabeza.
No tardaron en unirse a la cruzada los pibes que diariamente jugaban a la pelota en el descampado, mientras preparaban la milonga. Al parecer los habían echado pretextando no se que ensayos del coro parroquial. Certeramente desbarrigaban con el fulbo  a aquellos elementos que queriendo escapar de la batalla, intentaban ganar la pampa para reagruparse.
Dicen que el tango se venga de quien lo quiere mal. El tango o su manifestación en la forma de algunos milongueros tempraneros se cebo con aquellos infelices. Prontamente los corrieron a puntazos, apuntando las boleas certeramente a las canillas.
Y cuando se hubo reestablecido la concordia y los elementos forasteros clamando a Ken Follet huían a la desbandada, fuimos en comisión a la carnicera del Cebu Ardiles despertandolo para sacarle cinco kilos de chorizos y tres de chinchulines.
Y así fue como volvimos a la milonga del Oriental, justo cuando las cosas se ponian mas feas, reverdeciendo las ganas y las tertulias de los muchachos y las muchachas, que fueron volviendo a su segundo hogar, aquella milonga del Oriental, pacificada después de la batalla.

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